Pero, ¿dónde queda eso?

Domingo, 9 de octubre de 2011


Pues eso queda en el quinto pino, más o menos al otro lado del mundo. Se ve en el mapa muy cerca de Australia que, según nos decían en el cole, está en las antípodas. ¡Más lejos, imposible! Es decir, si nos ponemos a hacer un agujero en Madrid y seguimos escarbando hasta salir por el otro lado de la Tierra, veríamos de nuevo la luz del sol por allí, si no nos desviamos mucho hacia los lados.
El asunto surge, como casi todos los asuntos, de la noche a la mañana, sin avisar. De repente, ves que te rodea de manera fulminante y ya estás pillado, ya no puedes hacer nada. Mis amigos Jesús Trello (egiptólogo confeso entre otros vicios y profesor de economía en la Universidad Autónoma de Madrid en sus ratos libres) y Alfredo Serret, (matemático incombustible de verbo fluido y con una larga vida profesional dedicada a temas económicos), a los que me une la economía, algún viaje a Egipto y una tonelada de cariño mutuo, van a presentar una ponencia en un congreso científico en Surabaya (Indonesia). El tema trata de la evaluación de inversiones de carácter social y presenta un modelo basado en la matemática fuzzy o matemática borrosa, de la cual casi no había oído hablar.
El punto de inflexión se sitúa en el momento en el que a Alfredo lo tienen que someter a una operación quirúrgica para hacerle un implante en la cabeza del fémur, que le va a tener postrado durante algún tiempo y que le impedirá desplazarse al congreso indonesio. Surge entonces la posibilidad de acompañar a Jesús en sustitución de Alfredo y yo, sin pensarlo mucho, me presto. A partir de ahí ya va todo muy deprisa. Jesús, avezado en estas lides viajeras, engrasa la maquinaria y pone a funcionar ese  dispositivo organizador que tan bien maneja. Casi a ciegas me encuentro en la víspera del viaje, prácticamente sin saber ni a dónde voy y con la maleta sin hacer. Resulta que voy a atravesar este planeta de cabo a rabo y no he preparado ni lo que tengo que llevar. ¡Qué diferencia! ¡Cómo cambiamos! El mundo se ha hecho mucho más pequeño con el paso de los años. Recuerdo lo nervioso que me puse la primera vez que vine a Madrid con mis padres. Me parecía una aventura inmensa lo de alejarme de mi ciudad. ¡Lanzarme al mundo! Entonces no teníamos san Google pero por todos los medios a mi alcance indagué para enterarme por adelantado de lo que me podía encontrar en la capital. Y ahora cruzamos el mundo para ir a Indonesia como si fuésemos de Lugo a La Coruña.
En fin, que mañana arranco.
Ya veremos si averiguo dónde está eso de Indonesia porque a mí me suena lejos.

Volar por los aires

Lunes, 10 de octubre de 2011


El Boeing 737, como si tal cosa, avanza hacia el norte a diez mil metros de altura sobre un mar algodonoso que proporciona al paisaje aéreo un tono irreal y absolutamente  fantástico. Dentro del avión conviven gran variedad de tipos entre el pasaje. Los jóvenes holandeses de la fila anterior se achuchan arrebatados cariñosamente mientras la morenaza del chándal deja al descubierto cuando se lo quita una camiseta de tirantes del campeonato de Europa de culturismo y unos brazos musculados en exceso. Casi al mismo tiempo, cuando pasa la azafata rubia por delante, la mujer negra de enfrente le pide con acento americano una segunda botella de vino chileno. Un poco más adelante el pelopincho rubio de la cuarta fila, cuarentón y amanerado, sigue de pié en el pasillo tomando notas sobre no se sabe qué. Jesús dormita en el asiento de al lado. Me ha estado contando hasta hace nada muchas cosas interesantes del último viaje que han hecho a México (pirámides, ceremonia, civilizaciones, gente) y hablamos también largo y tendido de Granada, de los hijos y de lo chungo que se presenta para ellos el futuro inmediato y el futuro aplazado.

Sé que Amsterdam está lejos, pero compruebo en el mapa de la Holand Herald, la revista de KLM, que Indonesia se sale de los límites. Juego a adivinar lo que nos quedará después, de Amsterdam a Surabaya. Mido lo que supone atravesar el Atlántico para llegar a Nueva York y le añado los kilómetros que hay para cruzar después desde Nueva York a San Francisco. Todo eso, a ojo de buen cubero, vienen a ser unos 9.000 kilómetros. Pues a Indonesia todavía hay más.

De Amsterdam a Kuala Lumpur son doce horas largas de viaje que lo mejor es haberlas pasado. Da tiempo de sobra para que nos den de comer a los 280 pasajeros del Boeing 777, para tragarme sin justificación alguna una penosa comedia americana titulada Arthur, para que Jesús me ilustre contándome mil detalles de los países que sobrevolamos, para dormitar un buen rato sin demasiado éxito, para pensar varias veces en lo que nos espera a partir de mañana, para hacer un sudoku y empezar otro, para dormitar otro poco y para que nos den otra vez de comer a los 280. Después de todo eso y de mucho tiempo más, por fin llegamos a Kuala Lumpur, aunque no consigo ver las torres Petronas por mucho que lo intento. En el aeropuerto, similar a todos y moderno, resaltan los llamativos jardines interiores de frondosa vegetación tropical.

Del tercer y último trayecto hasta Surabaya sobresalen los caprichosos paisajes de nubes que se forman  al atardecer sobre Malasia y la belleza suave de Martina, la encantadora azafata que nos atiende durante el vuelo y a la que despedimos con nostalgia cuando aterrizamos en Surabaya. Cambiamos rupias en el aeropuerto, justo en el pequeño puesto que hay a la izquierda nada más pasar los controles y la aduana (1 € = 11.500 Rp) y contratamos por 84.000 rupias en la caseta que hay frente a la puerta de salida de internacional un taxi azul de Prima que nos lleve al hotel Majapahit. En Surabaya los taxis son de diferentes compañías y habíamos leído que el precio habitual por el desplazamiento hasta el centro era de 35 euros. A nosotros nos ha costado 8 €, estamos encantados.


La primera sorpresa es que aquí se conduce por la izquierda y nadie nos había avisado. La segunda que el tráfico es frenético y te llevas más de un susto. Los 14 kilómetros parecen bastantes más cuando vas con el alma en vilo aunque el taxista es realmente hábil. No se esperaba las 1.000 rupias que le damos de propina (1,30 €) y antes de irse se despide varias veces con las manos juntas y con inclinaciones la cabeza.

El hotel Majapahit nos da la bienvenida a Indonesia. Acertamos de pleno en la elección. Por fuera no llama la atención, pero es un edificio colonial de 1910 con patios espectaculares, habitaciones amplias a modo de suites, muy bien equipadas, maderas nobles y una terraza espléndida ante la puerta de entrada, que da directamente al patio interior (65 Jalan Tunjungan. Tel +62 31 545 4333. http://www.hotel-majapahit.com/). Damos una pequeña vuelta por los alrededores y nos vamos cansados a dormir. Mañana será otro día.

Motos, más motos, bicicletas y un submarino

Miércoles, 13 octubre de 2011

Dormimos como señores. A las cinco nos pone en marcha el teléfono-despertador. Desayuno estupendo a las 6: Sopita de pollo con verduras, frutas, ensalada, zumo de guayaba y café. Muy bien. Nos hemos registrado en la ICOMSc (International Conference on Mathematics and Sciences) y Jesús gasta el último cartucho y quince minutos recitándome el tema para hacer un poco de tiempo porque la ceremonia inaugural no empieza hasta las 9. Hago unas fotos en la sala de conferencias pero decido no quedarme a la charla. Prefiero aprovechar para conocer de cerca el movimiento de la ciudad.


Camino por una calle ancha entre un montón de motocicletas. Cruzar a la otra acera es una auténtica osadía incluso en los pasos de cebra. No queda más remedio que lanzarse a ciegas mirando por el rabillo del ojo. Puro masoquismo. Al final, vas a ver por adelantado que te atropellan y que no tienes nada que hacer. Casi mejor no enterarse. Al final, como siempre, todo sale bien. Hago muchas fotos de motos.
Entro en la oficina de turismo, donde me atienden como a un marqués. Pienso en principio que son muy atentos o quizás me confunden con Robin Williams, como le pasó a la recepcionista del hotel, pero al final me entero de que soy la única persona que ha pasado por la oficina en el día. Por eso y sólo por eso me miman. Poco después, descubro tirado en medio de la calle un submarino auténtico. De ahí me acerco a conocer la estación de ferrocarril (¡vaya manía que tengo con las estaciones!). Por desgracia me tengo que conformar con verla por fuera porque el guardia de la puerta no me permite nada más que asomar la cabeza. Me entretengo un rato en un control policial exclusivo para motocicletas y un poco más observando la proliferación que hay de “talleres” callejeros para estos vehículos tan abundantes en la ciudad. Te arreglan una avería en la cadena, te reparan un pinchazo o te forran el asiento de la moto en un minuto con tal de que te arrimes a la acera. 

El ambiente es un poco contradictorio. Se ve pobreza en la calle, que contrasta con la opulencia que irradian los modernos centros comerciales recién inaugurados y, en la calzada, vehículos de dos ruedas de pequeña cilindrada comparten los atascos con lujosos coches de marca. Después de un rato no le encuentro ningún encanto especial al callejeo. El urbanismo de la ciudad es rutinario y más bien soso salvo escasas excepciones. Bien es verdad que la gente es amable y siempre te atienden con una sonrisa. Además, pienso, no me importa en absoluto porque a mí las fotos me gustan de todo y estoy convencido de que la genialidad de una imagen no tiene nada que ver con el motivo fotografiado. 

Me meto en un centro comercial, moderno, a curiosear sobre los precios que tienen las cosas en esta esquina del mundo (esto me recuerda a Castelao: "Galicia es la mejor esquina del solar hispánico, confín del mundo antiguo y avanzada de Europa en el mar inmenso de la libertad") y compruebo que en tecnología y entretenimiento no hay grandes diferencias. Quizás en hogar, en alimentación y en textil, se nota bastante más. Me paro en la pescadería y veo que el pescado lo venden vivo (también las serpientes), lo eliges, lo sacan del acuario y si quieres te lo echan directamente a la brasa. No distingo los pescados de aquí, no son los mismos, pero el precio oscila entre 15 y 25 céntimos los 100 gramos. A la vuelta, de regreso al hotel, me paro a hablar con el conserje de un edificio con un patio grande lleno de motos. Le pregunto si es un colegio, me dice que sí un poco distante, pero empezamos a hacer buenas migas cuando le digo que soy profesor y que he venido a la Conferencia de Matemáticas y Ciencias. El hielo se rompe definitivamente cuando le digo que vengo de Madrid y me recita de carrerilla la alineación del Real Madrid empezando por Casillas y terminando por Cristiano Ronaldo. ¡Hace más por la paz universal el fútbol que muchos tratados internacionales!
En el hotel, Jesús charla con Melania, una de las responsables de organización de la International Conference on Mathematics and Sciences (ICOMs). Les hago unas fotos de recuerdo y también a Jesús en la sala de conferencias en la que ha presentado la ponencia. Después nos vamos a pasear hasta que anochece. Nos metemos en un centro comercial de lujo, modernísimo y recién inaugurado, Grand Prix. La cena, en Yammie Hotplate, dos platos calientes a base de pollo con noodles, cebolla y verduras con una bebida de té frío, nos cuesta 45.000 rupias (algo menos de 4 euros). De regreso al hotel nos entretenemos en el hall, en el que un cuarteto toca  música variada. Nos tomamos dos cervezas cada uno y nos cuesta cada cerveza más cara que la cena de los dos, 186.340 rupias en total (16 €).

El grave problema del cambio

Jueves, 14 octubre de 2011.


Optamos por no poner despertador con todas las consecuencias y nos levantamos un poco justos de tiempo. Desayunamos con algo de prisa para que Jesús llegue sin apreturas a la Conferencia. Al final le sobra tiempo porque el asunto se ha demorado y comienza media hora más tarde. Escribo algo acerca del viaje y salgo a hacer unas fotos, pero me vuelvo pronto porque hace mucho calor a estas horas centrales del día, un calor húmedo y espeso, que pronto me hace empapar la camiseta y sentirme incómodo.

Jesús termina la ponencia con dos orejas y rabo. Es un artista y se ha convertido por méritos propios en el centro de atracción del congreso. El oro es suyo. Sólo un virtuoso, sólo él, sin ser matemático y con un inglés de andar por casa, es capaz de captar la atención de un auditorio de científicos y mantener boquiabierto, hablando de matemática borrosa, a todo un ramillete selecto de especialistas.

Terminada la bien ganada vuelta al ruedo, decidimos ir a un banco que hay al lado del  hotel a cambiar euros, algo rutinario y aparentemente intrascendente que se va a convertir en la aventura del día. En el banco, un banco local de nombre desconocido para nosotros, la chica que nos atiende se ríe como si no supiésemos bien lo que estábamos pidiendo, llama a un superior, que dice en primera estancia que lo van a solucionar, pero luego recula para remitirnos al Rabobank, que está justo enfrente.

Y ese es uno de los inconvenientes, que el Rabobank, está frente al hotel, es decir, en la otra acera, por lo que resulta inevitable tener que cruzar la calle. Esperamos un rato a que claree un poco el nubarrón de motos y coches pero el tiempo pasa y no se aprecia ninguna mejoría. Jalan Tunjungan, nuestra calle, es una arteria importante que recorre de sur a norte el plano de la ciudad camino del mar. Surabaya es una ciudad de cerca de tres millones de habitantes, que escasea de edificaciones en altura, por lo que se plantea desparramada y extensa. En lógica consecuencia, el personal está obligado a realizar largos desplazamientos y, para más inri, no hay transporte público en la ciudad, ni autobuses urbanos, ni metro. Yendo cada uno en su coche o en su moto es fácil entender que el trasiego de vehículos sea continuo. Pasado un cierto tiempo desde que salimos del banco, tiempo en el que todo nuestro avance había sido poner los pies en la calzada, pero sin movernos un solo paso dentro de la misma, se acerca con paso resuelto, con un silbato en la boca y un bastón luminoso en la mano derecha, el guardia de seguridad del banco, que ha estado observándonos y decide lanzarse a la calle a detener el tráfico, para que pudiéramos de alguna forma llegar a conquistar la acera opuesta. Supongo que nos vio totalmente incapaces. Se lo agradecemos. Si no fuera por él lo teníamos realmente complicado. Salvados.


Ascendemos las escaleras del famoso banco y al entrar nos encontramos con una preciosa oficina de 
hace 40 años en España: compartimentos diferenciados por secciones para el personal, separados por muros de madera noble a media altura y mucho espacio. Nos atiende una chica que nos pasa directamente a otra que, a su vez, desaparece de nuestra vista en cuanto le decimos lo que queremos y viene una tercera que se defiende mejor en inglés, para decirnos que para cambiar es preferible que vayamos al BCA que hay un poco más abajo y enfrente. Esta vez, en cuanto el segurata nos ve descender por las escaleras, se lanza a la calle silbato en boca a detener cabreado y con aspavientos el tráfico. Nos sentimos un tanto ofuscados y nos deshacemos en sonrisas al cruzarnos con él en mitad de la calzada.

La cara que pone la chica del BCA cuando le decimos que queremos cambiar dinero es de película. Primero nos dice que la operación de cambio es conveniente hacerla en el Swadesi Bank, pero al cabo de un rato parece que se quiere convencer a sí misma cuando afirma con rotundidad que lo mejor es ir a un Travel Agent que hay un poco más arriba llamado Pasopati. Al salir del banco y comprobar que tanto el Swadesi Bank como el Pasopati están en la otra acera nos entra una vergüenza horrible de pensar en el guardia de seguridad jugándose de nuevo la vida en medio de la calzada, que decidimos por la vía rápida que tampoco nos urge para nada el cambio y que ya compraremos rupias en cualquier momento y en cualquier lugar.

Al llegar al hotel pasamos por recepción para decirle a nuestra amiga Ludia que no nos funciona el teléfono de la habitación. Mientras hablamos vemos en una columna un cartel con las equivalencias del cambio de moneda (1 euro=11.460 rupias). Noto que a Jesús se le atraganta el inglés y yo me sorprendo rezando con fe para que la chica conteste que no, cuando le pregunta si podemos cambiar dinero. Con la respuesta nos entran a los dos y al mismo tiempo ganas de meternos debajo del mostrador: “Por supuesto, ¿cuánto necesitan?”


En la oficina de turismo me habían dicho que el City Sightseeing Bus era gratuito. Decidimos que no era mala idea acercarse a hacer el circuito para conocer algo más de la ciudad. Cogemos un taxi a la puerta del hotel. El conserje le dice a dónde vamos y le pregunta cuánto nos va a cobrar. Lo que marque el taxímetro. Es de los legales. Llegamos a la calle Taman Sampoderna, 6 a las 14:00. En principio pensamos que se había equivocado el taxista pero luego ya aclaramos que aunque es la House of Sampoerna, un museo del que nos habían hablado, el autobús panorámico sale también de allí mismo.

Como la salida es a las 15:00 horas aprovechamos para echar una ojeada al museo y al subir a la primera planta nos quedamos alucinados. Cerca de 4.000 chicas hacen cigarrillos a toda pastilla en una gran nave. Nos comenta la guía el mínimo diario que tienen que hacer y es escalofriante. Una selección con las mejores operarias (unas hacen cigarrillos, otras ponen la boquilla, otras preparan cajetillas, otras empaquetan, etc.) está produciendo en la misma primera planta en una urna de cristal (les ponen altavoces con rock rápido y el volumen a toda pastilla para que no atiendan a otra cosa) y la verdad es que se te ponen los pelos de punta viéndolas trabajar al ritmo que lo hacen para sacar 325 paquetes de cigarrillos a la hora.

Con los ojos como cuadros y 30 jóvenes de secundaria alrededor, nos metemos en el autocar. Nos da toda clase de explicaciones durante el trayecto Ina, una preciosa estudiante de literatura de 19 años, con la que hacemos buenas migas.

Al terminar decidimos coger un becak, una bicicleta con un carrito para dos personas, que por 30.000 rupias (menos de 3€) nos lleva al puerto. Resulta muy adecuado porque la velocidad permite hacer fotos cómodamente, nos mete por callejuelas en las que habitualmente no entras y además la gente te percibe como más cercano. El personal suele ser amable, atento, complaciente y con ganas de agradar. Por regla general, no sólo no ponen reparos, sino que les resulta halagador que les fotografíes. En el puerto se nos pega un paisano un poco plasta, cuyo gran objetivo es que le compremos un paquete de Marlboro. La gente se hacina en las inmediaciones de la entrada al terminal, esperando el barco de regreso a Madura, en la otra isla al norte de Java. Echamos una breve ojeada por la zona y decidimos iniciar el regreso. Se ve al personal cansado y con ganas de llegar a sus casas. No es cosa de molestar. Apalabramos con un taxista por 4 euros y pico, 50.000 rupias (en principio nos pedía 100.000) la vuelta al hotel. Cenamos en Matahari en un sitio que se llama Mister Baso: Dos platos calientes con dos tés 53.500 rupias (5€)

Un viaje en tren para no olvidar


Viernes, 14 de octubre 2011

El día amanece con la respiración contenida. Algunas nubes en el cielo y el pulso desacompasado indican cambios, novedades. Tengo sensación de movimiento. Al leer la prensa nos enteramos del terremoto en Bali. Nos tememos que en España se van a preocupar más que nosotros.

Nos sentimos acelerados sin ganas. En contra de lo recomendable y de la misma esencia de las vacaciones, durante éstas se anda un poco atolondrado. Hay que ser conscientes de ello. Los programas son apretados y muchas las cosas a conocer, pero saber frenar resulta imprescindible. Hay que mantener un equilibrio razonable para disfrutar intensamente de las salidas y no morir en el del intento.

Hoy toca cambio. Nos vamos a Yogyakarta (Yogya dicen aquí) Nos levantamos a las 6 para estar en la estación a las 8 y coger un tren que arranca a las 9.Nos despedimos con pena de Ludia y del resto del personal del hotel y cogemos un taxi par air a la estación. En el camino hacemos un resumen de nuestro paso por Surabaya y le ponemos una nota alta. La excelente ponencia de Jesús, el carácter abierto de los indonesios y nuestro ánimo obtienen las mejores puntuaciones. Nos acordamos mucho de Alfredo y nos apena que no haya podido disfrutar en directo del éxito y de la gran acogida que ha tenido en la ICOMs gracias a su modelo y a la matemática fuzzy.

La estación es un hervidero de actividad. Al pedir los billetes a Yogya, la taquillera responde de inmediato que no puede ser, que no hay executive hasta las 13 horas. Cuando  se entera de que queremos viajar en economy class dice que no de palabra y frunce el ceño, cómo preguntándose si seremos conscientes del error que vamos a cometer. Insistimos y la chica renuncia a convencernos con un gesto de resignación. Los billetes nos cuestan 26.000 rupias a cada uno (2,2 euros), frente a los 90.000 que nos costarían como mínimo en executive class.

No nos dejan pasar a los andenes. No está permitido el acceso con tanta anticipación. Mientras Jesús se sienta con los equipajes a esperar yo me doy una vuelta por los alrededores. Cientos de becaks (bici-taxis) se apilan en la puerta del recinto. Muchos de los conductores duermen esperando clientes. Me enrollo con algunos. Nadie habla ni una palabra de inglés pero la universalidad del lenguaje gestual nos permite conversar de muchas cosas. Todos aceptan de buen grado cuando les digo que quiero hacer unas fotos. Me siento a gusto.

Me doy cuenta de que uno se va acostumbrando cada vez más a la diversidad, con todo lo que de positivo y de negativo ello entraña. De una parte resulta interesante, puesto que te permite ahondar y acercarte con más naturalidad a gente do otras culturas y a formas distintas de plantearse las cosas. De otra (y casi pensando exclusivamente en la fotografía), esta proximidad entraña inevitablemente familiaridad y, de alguna manera, hace que no andes con los ojos tan atentos. Sin querer, el entorno va dejando de ser algo extraño, no tuyo, te sorprende cada vez menos y, en consecuencia, te pasan más desapercibidas algunas imágenes.

Una vez dentro de la estación, un hombre maduro y con un más que aceptable acento inglés intenta convencernos de nuevo para que cambiemos los billetes. Incluso nos habla de las ventajas de hacer el trayecto en taxi si no queremos esperar. La economic class no es recomendable en ningún sentido, mucha gente, servicios en malas condiciones, robos y demasiadas paradas, son razones suficientes para no intentarlo. Cuando comprueba que no estamos por la labor, su gesto deja ver que nos abandona a nuestra  suerte. Una mujer de Yogyakarta, sentada todo el tiempo al lado de Jesús,  a la vista de lo sucedido, toma el relevo para tratar, también  inútilmente, de disuadirnos para que no hagamos locuras.


El tren es indonesio, no alemán. Sale con una hora de retraso sobre el horario previsto. Entramos en el vagón 6 y nos sentamos en los, asientos 13D y 13E (¿presagio de mala suerte?), que tenemos asignados. El tren va bastante saturado, los asientos son corridos, forrados de un plástico azul grisáceo, con lo que, por suerte,  no se evidencia en demasía la enorme cantidad de mierda que acumulan. Los cristales, muy sucios, prácticamente imposibilitan la toma de imágenes fotográficas. No hay maletas, todo se transporta en cajas de cartón o en bolsas de plástico y está todo permitido. Hay gente que lleva gallinas como equipaje de mano. Hay permisividad. Se `puede cantar, se puede comer y beber, se puede fumar. Todo, absolutamente todo menos lo que se tira directamente al suelo, va a parar a las vías, restos de comida, envoltorios de diverso material, botellas de plástico, latas de refrescos, cajas, paquetes de tabaco, periódicos.

Empieza a pasar gente ofreciéndote de todo. Es una especie de venta personal a domicilio, con test y prueba de calidad del artículo. El vendedor deja el objeto en tu regazo y se marcha. Poco después pasará a recogerlo si no te quieres quedar con él. Entre estación y estación pasa gente lisiada (ciegos que rezan o recitan, entre otros) pidiendo limosna o conjuntos musicales de chavales, con cuerda y percusión (una guitarra española y una mini batería casera hecha a base de tubos de PVC de distinto diámetro).

Es complicado por extenso hacer el inventario de artículos que se ofrecen. En alimentación, prácticamente todos: desde platos combinados envueltos en hojas de cocotero, en papel de estraza o de periódico, hasta sopas instantáneas al gusto, pasando por dulces tradicionales, pastas o raciones de fruta fresca. En bebidas el abanico se acerca al infinito a pesar de no haber en cirrculación ninguna clase de bebidas alcohólicas. Otro tipo de artículos variados objeto de merchandising que pasan ante nuestros ojos son utensilios de cocina, prendas de vestir, cortadoras de pelo, juguetes, telas, batik o pájaros. También ofrecen servicios variados in itinere, como masajes o peluquería. Una de las iniciativas emprendedores que más nos llama la atención corre a cargo d eun chaval de 12 o 13 años que, sabiendo que la porquería se va acumulando en el suelo del vagón, pasa con una escoba recogiéndola. Cuando libera tu zona de la basura, te pasa el bote para que le retribuyas el esfuerzo con una propina.

El tren economy class a Yogyakarta resulta un auténtico espectáculo, colorista, popular y entretenido, algo digno de vivirse. La gente nos atiende con amabilidad, nos invitan a compartir cosas y quieren saber qué nos interesa y en qué pueden ayudarnos. Estamos encantados de que no nos hayan convencido para cambiar los billetes. Es un viaje de los que hacen abrir los ojos. Durante el trayecto se han sentado con nosotros un estudiante adolescente, bien vestido y educado, un tío desaliñado capaz de fumarse un paquete de cigarrillos por hora, el padre de unas chicas simpatiquísimas que se partían de risa con las ocurrencias de Jesús, una chica muy gorda que portaba orgullosa una cajita de cartón con un canario, un apuesto policía joven con ganas de practicar inglés y un hombre sonriente que había trabajado seis años en Corea y que hablaba bien seis idiomas y un poquito de español. Una característica en común es que todos, en varios momentos, utilizaron el móvil para hablar, para enviar mensajes o para las dos cosas.

El tren hace muchas paradas. Al final los 300 kilómetros casi tardamos en hacerlos ocho horas. Tendríamos que haber llegado a las 15:27 pero llegamos dos horas más tarde. El policía del tren se acerca a despedirse de nosotros para comprobar que no tenemos ningún problema. Negocio con un taxista el trayecto hasta el hotel. Me pide 100.000, le ofrezco 40.000 y, al final cierro el trato por 50.000 rupias (4 euros y pico).

El hotelito (16 habitaciones) está situado en un callejón estrechito, muy cerca de la calle principal (Malioboro) que desemboca en el palacio real. Se llama 1001 Malam Hotel (Sosrowiajan Wetan GtI/57. info@1001malamhotel.com. Tel +62274515087). Frente a él hay un restaurante con una ikurriña en la fachada, que se llama Mi casa es tu casa. Presume en la carta de platos a base de serpiente pitón y de cobra. Nos encontramos con una pareja de españoles (Vanesa y Oscar). Pamplonicas y muy majos, mientras tomamos una cerveza en la terraza del hotel, nos dan toda clase de explicaciones acerca de lo que conviene ver y de aquello en lo que no debemos de perder mucho tiempo. También comentan las dificultades que han tenido y los precios que han pagado por cada cosa. Se lo agradecemos porque hace que ganemos mucho tiempo. Nos acompañan directamente a la agencia con la que han ido hoy a Borobudur (Bio Oshy. Sosrowijayan, 18 Tel. 0274-7827788 geappenk@yahoo.com). Contratamos para mañana un coche con conductor para hacer el viaje al volcán Merapi, a Prambanan, a Ratu Boco y al espectáculo del Ramayana ballet. Nos cobra 350.000 rupias, unos 30 euros. También contratamos para pasado mañana (día 16) el viaje a Dieng plateau y Borobudur. En este caso nos cobran 400.000 rupias, que vienen a ser unos 33 euros.

Después nos vamos a dar un paseo nocturno por la calle principal y nos sentamos en el suelo de un chiringuito callejero a tomar unos platos de arroz con un muslito de pollo a la brasa y un té. Nos quieren engañar con la cuenta, metiéndonos una ensalada que no hemos tomado y una bebida de más. Hacen que no nos entienden, pero le corrijo la factura y le pago exactamente lo que pone en  la carta (48.000 rupias en total frente a las 59.000 que nos querían cobrar). Es conveniente repasar siempre la cuenta y el cambio. A menudo hay fallos. Ya en cuatro ocasiones nos ha pasado que o bien estaba mal la suma, o habían incluido algo que no habíamos tomado, o en la vuelta nos daban un billete de 1.000 por uno de 10.000 rupias.

A las 12 durmiendo. Mañana nos levantamos a las 5:30 h.



Una pareja a admirar, Siem y Ratyó


Sábado 15 de octubre de 2011

Iniciamos la jornada con un paseo tempranero por la calle más céntrica de la ciudad, Malioboro. La actividad ya está desatada a esa hora. Nos paramos muchas veces a ver cosas, a preguntar y a hablar con la gente. Casi no hay europeos por la calle, lo que hace que nos perciban como ejemplares exóticos. Los niños se nos quedan mirando y algunas personas nos piden que les dejemos fotografiarse con nosotros. Invertimos una hora en hacer el kilómetro que nos separa del Palacio del Sultán. Hoy no se puede visitar porque están con los preparativos para la boda de la hija del presidente. Entramos en la oficina de correos a comprar algunas postales y sellos para amigos de Jesús que coleccionan. Son muy bonitas. Hacemos un tanto apresuradamente el camino de vuelta para llegar antes de las 11 al hotel, donde hemos quedado con el taxi. Nos paramos en la Oficina de Turismo, en la que una chica (Ena), con diligencia pasmosa y gesto tosco nos tranquiliza sobre los seísmos en Bali (no hay previstas réplicas) y nos facilita toda clase de explicaciones acerca de las oficinas de cambio, lo que cobran los taxis por ir al aeropuerto, los bailes regionales, la artesanía local, etc.

El primer sitio que vamos a visitar es el lugar donde el año pasado se produjo la erupción del volcán Merapi. El aspecto que presenta la zona en la que el río de lava arrasó todo lo que encontraba a su paso es verdaderamente dantesco. Una capa de tres metros de ceniza sepultó campos y casas a los ojos del mundo y dio al lugar un aspecto pavoroso. Da miedo pensar en ese día de noviembre de hace menos de un año. Me recuerda en algún sentido al incendio del rodenal de Cobeta, en Guadalajara, en el que estuve haciendo fotos unos días después de aquel desastre en el que murieron once personas, si bien allí dominaba el color del carbón y aquí predomina el gris ceniza En cualquier caso, agresión, dolor y muerte.


Es una ladera entera la que ha sucumbido bajo la lava y aquí nadie ha retirado los árboles que han 
. Del manto gris que lo cubre todo sobresalen los árboles que se han resistido a la avalancha, que se mantienen erguidos y pelados como agujas. En medio, todos los que han perdido, los que no han soportado el envite. Han sido arrastrados monte abajo y se han varado caprichosamente en cualquier sitio. Sus cadáveres se esparcen por la ladera de la montaña. Raíces descomunales miran al cielo descolocadas. Sorprende también la figura majestuosa del poderoso Merapi desde la distancia, emergiendo entre la niebla y también la profundidad del cañón, en el que un hilo casi insignificante de agua ha conseguido horadar una brecha inmensa en el paisaje.

Cerca del aparcamiento, me llama la atención desde la distancia una única pared que queda en pie de una casa, tapada con ceniza hasta la ventana. Decido acercarme a fotografiarla. Una mujer mayor reclama mi atención, me dice que me acerque a la choza de tablas, bambú, y palma que han construido y en la que ahora viven desde que el desastre del año pasado arrasó su casa. Dentro de la choza han metido toda la vida y se abarca con un solo vistazo: su hombre, un camastro que sirve también de asiento y de mesa, a la derecha y cerca de la puerta una cacerola en un trébede sobre el fuego de leña, cuatro útiles de labranza en la pared y una despensa formada exclusivamente por unos cuantos tubérculos colgados de una cuerda. Es precisamente lo que están cociendo en el fuego y es de imaginar que casi su alimento en exclusiva. Nos invitan a degustarlos y, por cortesía, aceptamos. Se pelan con facilidad y la sorpresa es que tienen un sabor dulce y suave. Están muy ricos. 

Ellos se presentan y nosotros también. Ella se llama Siem y él Ratyó. Nos fotografiamos con ellos, que sonríen con ganas. Está claro que no son las circunstancias las que conforman el ánimo. Esta gente no necesita móviles ni televisión, ni luz eléctrica, ni tienen agua corriente, ni lavabo, ni ducha, ni váter. Viven con lo puesto y no hace mucho, han tenido que presenciar cómo un torrente de cenizas hacía desaparecer para siempre su casa, sus enseres y sus cosechas. Y sonríen. Y sonríen de verdad porque todo les parece un regalo. Nosotros estamos agradecidos por la hospitalidad que nos muestran y por su entereza. Las 50.000 rupias que le damos al marchar (normalmente damos 2.000 ó 5.000) son recibidas con todo clase de gestos de agradecimiento. No entendemos lo que dicen pero sabemos por la celebración que hacen, que el detalle les ha sonado a  música celestial. Nos vamos encantados de haber disfrutado de la pareja.


Damos una vuelta por los alrededores viendo los estragos que ha hecho el volcán enfurecido. Se rueda un documental en la zona calcinada. Nos paramos en algunos puestos. Nos llama la atención algo que no es muy frecuente. Los vendedores nos dan todas las explicaciones necesarias sobre el producto que ofrecen, se entretienen contigo todo lo que sea preciso pero, (¡qué maravilla) no se molestan si decides no comprar, y te despiden dándote las gracias. Poco después nos paramos en un puesto callejero en el que vamos a disfrutar de una exquisita sopa de pan con verduras y de unos plátanos gigantes muy sabrosos. Nos ha gustado la simpatía de las dependientas y las robustas mesas de bambú, frente al cañón calcinado. A las tres chicas les hace mucha gracia que una pareja de europeos se haya parado en su puesto. El diálogo, sin idioma común, es fluido.

Nos sentamos y desde nuestro puesto observamos lo que a nuestros ojos (y quizás a los de cualquiera) consideraríamos una locura, un riesgo o cuando menos una imprudencia, ya que, dentro del mostrador (de bambú), sobre una pequeña plancha metálica, tienen un tronco ardiendo para calentar el agua. Cualquier descuido incendiaría el mostrador y el chiringuito. Nos hemos aficionado a las sopas. Ellos (los autóctonos) las toman a todas horas. Son estupendas, variadas, nutritivas, pueden aderezarse de muchas maneras y, además, se hacen con agua hervida, lo que supone casi siempre una garantía adicional necesaria. Las chicas reclaman en algún momento los servicios de un amigo artista, que acude en su silla de ruedas, para hacer las veces de traductor. Cuando nos levantamos con ánimo de irnos le gastamos la broma de que nos vamos a marchar sin pagar y se ríen. La comida resulta ser lujo divino a precio de ganga (12.000 rupias, 1 euro).


Nos encaminamos hacia Prambanan y el chófer nos deja como si tal cosa en un restaurante frente al templo, en el que el detalle de llevarnos a nosotros, le supone a él comer gratis. Para colmo no sale barato y, además, también se equivocan en la cuenta (¡qué raro!, nunca a favor del cliente).


El llamado templo de Prambanam es en realidad una agrupación de espectaculares templos hinduistas (240). Los tres templos mayores, alineados, están dedicados a Brahma, Shivá y Visnú. Parecen tres puntas de lanza encaradas al cielo. Frente a ellos, otros tres templos más pequeños en honor a las monturas de estos dioses, que son respectivamente, un cisne, un toro y un águila con cuerpo humano.

En el interior del templo de Visnú encontramos una gigantesca estatua de Buda sentado, lo que evidencia una reutilización del templo en una época posterior a su construcción. El templo dedicado a Shivá estaba cerrado y en el templo de Brahma hay una estatua del dios, de pié y con tres rostros, mirando simultáneamente hacia el frente y hacia ambos lados.

Los tonos grises que hoy presenta la piedra debido a la agresión descarnada de las cenizas del volcán, han eliminado todo rastro de color y hacen muy difícil imaginar cómo sería este templo hinduista, posiblemente pintado de vivos colores y con fuertes contrastes. Al parecer, aunque no la vimos, hay una inscripción de lo que pudiera ser la primera piedra, que data del año 856. El conjunto está clasificado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1991.

Nos entretenemos visitando los templos y haciendo fotos de detalles en varios de ellos para salir después, con el tiempo un poco justo a ver otro importante templo budista en los alrededores y el segundo mayor de la isla, que es el templo de Sewu. Hacemos una visita a la carrera porque nos dicen que lo cierran en 20 minutos. Suficientes para darnos cuenta de que estamos ante un templo completamente diferente al de Prambanan en su concepción arquitectónica. Aquí no encontramos diferentes templos dedicados a diferentes dioses, éste es un templo budista. Hay un gran templo central, en el que presumiblemente estaba la estatua de Buda y, en cuadrado a su alrededor, una diversidad de templos auxiliares escoltan al central. El momento, aunque corto, es maravilloso. El sol empieza a ponerse en el horizonte occidental y la figura del templo central se recorta majestuosa al contraluz cuando nos alejamos del templo por la puerta oriental.

Cuando terminamos, el chófer sale atropellado hacia Ratu Boko, donde ha quedado a esta hora con el chófer que lleva a Vanesa y Óscar, para terminar la jornada e irse ya uno de los dos a Yogya. A pesar del frenesí, cuando llegamos a Ratu Boko ya está anochecido y decidimos no entrar porque lo interesante era la puesta de sol desde el interior. Nos damos una vuelta por los alrededores con Vanesa y Óscar y vemos el complejo desde una loma próxima. Tenemos desde esa altura una buena panorámica del entorno aunque ya con poca luz. Decidimos irnos a cenar al restaurante que hay dentro del recinto de Prambanan temple, antes de que comience el Ramayana ballet, al que vamos a asistir. La cena es un bufet sabroso y variado en un marco incomparable con el templo iluminado al fondo. Los menús son a 70.000 rupias, pero al final pagamos entre todos 380.000 rupias, que vienen a ser unos 32 euros.

El Ramayana Ballet Pranbanan es un espectáculo de música y danza por el que pagamos en primera fila Vip (llaman así a la platea preferente) 250.000 rupias cada uno (21 euros). En la entrada nos hacemos unas fotos con los protagonistas y, ya en acceso al teatro nos ofrecen té y pastas y te regalan una figurita de recuerdo. El programa resulta de interés. Representa uno de los episodios del Ramayana, un relato épico, que narra cómo el rey de los demonios rapta y seduce a Sita, la mujer de Rama. Hanuman, el gran mono blanco, llega a la tierra que habitan los demonios y lucha con ellos para rescatarla. Es un espectáculo de interés histórico y bien puesto en escena aunque, a mi entender, con demasiadas concesiones a la galería. Se buscan actualizaciones facilonas haciendo incursiones musicales a través del rap, del break dance y de algún otro ritmo moderno. Y, por otra parte se pretende la complicidad arrancando la risa del público con gestos burdos, lo que desluce en alguna medida la seriedad y la validez de la representación y del espectáculo.

Al terminar volvemos con prisas al hotel. Antes de llegar nos pasamos por el super y, otra vez más, extraños lapsus contables. En principio nos quería cobrar por unos frutos secos y una botella de agua 19.000 rupias. Cuando le pedimos el ticket el precio se había comprimido hasta las 15.000. (¿Más equivocaciones?). Todos estamos cansados. Óscar y Vanesa se van mañana. Óscar se pasa por nuestra habitación con las últimas recomendaciones para cuando estemos en Bali. Se lo agradecemos y nos acostamos.

Mañana, seguro, será otro día.


Borobudur, el templo que lleva al cielo

Domingo 16 de octubre 2011


Iniciamos el camino de los dioses, nos vamos hacia la montaña. El primer objetivo es la meseta de Dieng. La carretera comienza a empinarse, se estrecha y se hace cada vez más serpenteante. Alrededor, la agricultura es poderosa. Temperaturas altas mezcladas con agua se convierten automáticamente en frondosidad. Ojos y cámara van tropezando a lo largo del camino con labores agrícolas, trabajos de campo, labradores y extensas plantaciones de arroz.

Vemos en los pueblos, camino de Dieng, esculturas de Budas en los puestos callejeros. Nos llama la atención estando en un país musulmán, es decir, sin representación de las divinidades. Jesús le pide al conductor que pare en el templo de Mendut. En el trayecto hasta el acceso al recinto vemos un pequeño y llamativo monasterio budista, lo que da explicación a nuestra perplejidad anterior acerca de las figuras de Buda. La entrada conjunta para ver el templo de Mendut y el de Pawon cuesta 3.000 rupias por persona. El portero se las ingenia (la clásica disculpa del cambio) para chorizarnos 4.000 rupias (30 céntimos de euro). Nos dejamos engañar. Los dos templos son sencillitos y llamativos. Valen la pena. Hay una vegetación espesa y árboles gigantescos en los alrededores.

Poco después visitamos los templos de Arjuna, donde somos los extraños. Nos miran con curiosidad. Lo comentamos. A Jesús se le ocurre que nos podemos comparar con el caballo del retratista, aquel de cartón que acompañaba al fotógrafo ambulante y con el que todo el mundo quería inmortalizarse. Es verdad, somos los bichos raros de la reunión, No hay mucha gente en el recinto, pero las colegialas, las mamás con bebés, dos jubilados, una familia al completo y hasta unos moteros con caras de duros que andan por allí quieren tener un recuerdo gráfico con estos tipos de aspecto distinto y rostro pálido que vienen del otro lado del mundo,

El conductor, el mismo que vino ayer con nosotros, cristiano y desdentado, no es demasiado hablador pero nos comenta cosas acerca de la dureza de la vida en el campo. Vemos a muchos agricultores recolectando, sementando, abonando o replantando. Nos habla de lo corrosivo que es el compost, ese abono a base de excrementos de pollo que vemos cómo están extendiendo por las plantaciones. También nos habla de las enfermedades parasitarias que contraen los paisanos por tener que estar tanto tiempo en el agua con los pies enfangados.

Reemprendemos la marcha. Paramos sin mucho entusiasmo por nuestra parte en el cráter de Sekidang. Al irnos acercando se va haciendo más intenso el olor a azufre en el ambiente. Mucha gente va con máscaras para protegerse de los olores y de los vapores. Hacemos los quinientos metros que nos separan del cráter sorteando manchas amarillas de azufre y pequeños charcos en los que la superficie del agua, de un toco grisáceo, está plagada de burbujas que van estallando y dejando en el aire señales de humo, avisos del fragor de la batalla que se libra por ahí abajo. Pequeñas fumarolas surgen por diferentes recovecos de la superficie. Nos llama la atención el marketing desplegado por los lugareños para exprimir al máximo el fenómeno natural que les sirve de marco. Un fotógrafo ha montado allí su estudio portátil. Emplaza una Suzuki de trial en unos soportes metálicos a muy pocos metros del cráter y anima a la gente a que la cabalguen para dejar pública constancia de su osadía, con la boca del volcán humeante al fondo.

Al margen de estas ligerezas no hay que olvidar que el Merapi estalló por los aires hace menos de un año y salpicó de desastre todo lo que encontró a su paso en un entorno amplio. También hay que tener presente que estamos en el temido y frecuentemente mortal Anillo de Fuego del Pacífico, un lugar especialmente sensible a los coletazos de la tierra que con frecuencia se ve zarandeado sin motivo desde las entrañas y que fue sacudido violentamente por un seismo importante hace solamente cuatro días.

Nos alejamos de Sekidang para acercarnos a Borobudur, que está situado a 40 kilómetros de Yogyakarta y cerca de otro volcán, Merapi, cuyas cenizas cubrieron completamente el templo y lo mantuvieron oculto durante siglos, camuflado en el paisaje como una montaña más. Dos ríos confluyen a sus pies; el Elo y el Progo. La vegetación en su entorno es muy densa.
Aparcamos cerca de la entrada al recinto arqueológico y el conductor nos dice que en el interior hay agua y café. Pensamos que el inglés del conductor o nuestro oído no estaban muy finos. Las entradas nos parecieron caras (15 dólares c/u), pero consideramos que estaba bien que se cobrasen si aquel dinero se invertía en la conservación del lugar, considerado Patrimonio de la Humanidad.

Nada más pasar al edificio de recepción entendimos al conductor. Quizás para compesar el mal sabor de boca del precio, ofrecen al visitante café o té, algo de comer y botellitas de agua. Una novedad porque nunca nos habían invitado a desayunar al entrar a ver un monumento.  De inmediato se nos acercaron dos señoras que nos colocan una especie de minifalda. “¿Qué es esto?” “Es para el respeto”. Nos sentimos ridículos con aquella prenda pero no era cosa de faltar al “respeto” en un lugar que se consideraba sagrado.

En el recinto delimitado como parque arqueológico, se respira una sensación de paz y tranquilidad. Son espacios amplios, abiertos, rodeados de mucho verde y árboles con flores que aportan belleza y transmiten serenidad. El acompasado caminar de algún elefante que transporta turistas hacia la gran montaña da una sensación de tranquilidad, de lentitud de movimientos; de reposo (¿paz?).


Decidimos recorrer el monumento en el sentido de las agujas del reloj, para encontrar las mejores condiciones de luz y tener una perspectiva global del complejo. Alcanzamos un claro entre los árboles desde el cual, de repente, pudimos contemplar el gigantesco templo-montaña. Sencillamente majestuoso. Es difícil no impresionarse ante la presencia imponente de aquella montaña de espiritualidad que veníamos persiguiendo. Habíamos visto llamativas fotografías del lugar, pero nada es capaz de reflejar la explosión de sensaciones que se acumula en ese primer instante de contacto visual con Borubudur.



El templo aparece ante nosotros como un único edificio gigantesco que, desde abajo, se podría asemejar a una inmensa pirámide con un remate cónico. Fue construido por la dinastía Sailendra entre 750 y 842 d.C. Los datos nos dicen que se sustenta en una base cuadrada de 4 metros de altura y 123 metros de lado. Sobre ella cinco plataformas cuadradas, decrecientes en altura y tamaño. Están decoradas con paneles de piedra esculpidos que aluden a la vida de Buda y a otros relatos morales en los que intervienen los dioses.  Hacia el exterior hay dispuestos 432 nichos con estatuas de Buda aunque, por desgracia, más de la mitad están mutiladas o perdidas. Sobre la última plataforma cuadrada se elevan otras tres circulares, cada una con un diámetro menor que la anterior, que sirven de soporte a 72 estupas campaniformes, huecas (con un diseño geométrico muy original a base de ventanitas romboidales en las terrazas inferiores y cuadradas en las superiores, a través de las cueles puede verse la figura de Buda, sentado y con la mirada hacia las montañas). Sobre la última plataforma circular, se erige una gran estupa central de casi 10 metros de diámetro, que remata y sirve de cúspide al gran templo montaña.


La arquitectura del edificio está cargada de simbolismo y sugiere un gran mandala tridimensional. Los peregrinos debían recorrer cada una de las terrazas, lo que permitía relajar la mente, enfocar el pensamiento en los aspectos más relevantes de su religión y prepararles para su deambular por las tres terrazas circulares superiores, de estupa en estupa, ya centrados en sus reflexiones. Es difícil precisar a qué se deben las confusas sensaciones que uno percibe en esta parte más elevada del templo. Quizás se deban a tomar consciencia de la enorme cantidad de fieles que a lo largo de los siglos han sentido o creído sentir la proximidad de la divinidad o de un estado espiritual superior. O quizás se produzcan a causa del momento, mágico del ocaso en Borobudur.

El sol empieza a ponerse entre las montañas próximas que rodean Borobudur por occidente. El horizonte se presenta abundante en azules con las tonalidades rojizas propias. Al fondo, nubes enredadas entre los bosques le dan un aire de escenografía teatral al momento. Antes de desaparecer, el sol quiere poner la guinda definitiva al espectáculo diario en este mágico templo de Borobudur.

La realidad vuelve al terminar la representación. Decenas de tramoyistas ascienden escaleras arriba con multitud de enchufes y alargaderas mientras nosotros iniciamos el descenso. Otra obra publicitaria comienza ahora. Enormes globos blancos ascienden por las paredes del templo sagrado creando un punto de inquietud en el escenario. La vida continúa.

Decidimos cenar en un restaurante fino, cerca del hotel, el Jotja Kopitiam (Sosrowijayan 12-14). Veníamos obsesionados con dos cervezas frescas, que nos duran menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Después, yo pido un plato de pescado (Ikan Nila merah) acompañado de arroz y Jesús un Traditional Java noodle. Nos atiende una chica muy joven que se llama Fifi, simpática. A mitad de la cena comienza su actuación un grupo de jóvenes que interpretan sin demasiada fortuna canciones de los Beatles y otros temas populares. La cuenta asciende a 89.000 rupias (unos 7,5 euros).