Borobudur, el templo que lleva al cielo

Domingo 16 de octubre 2011


Iniciamos el camino de los dioses, nos vamos hacia la montaña. El primer objetivo es la meseta de Dieng. La carretera comienza a empinarse, se estrecha y se hace cada vez más serpenteante. Alrededor, la agricultura es poderosa. Temperaturas altas mezcladas con agua se convierten automáticamente en frondosidad. Ojos y cámara van tropezando a lo largo del camino con labores agrícolas, trabajos de campo, labradores y extensas plantaciones de arroz.

Vemos en los pueblos, camino de Dieng, esculturas de Budas en los puestos callejeros. Nos llama la atención estando en un país musulmán, es decir, sin representación de las divinidades. Jesús le pide al conductor que pare en el templo de Mendut. En el trayecto hasta el acceso al recinto vemos un pequeño y llamativo monasterio budista, lo que da explicación a nuestra perplejidad anterior acerca de las figuras de Buda. La entrada conjunta para ver el templo de Mendut y el de Pawon cuesta 3.000 rupias por persona. El portero se las ingenia (la clásica disculpa del cambio) para chorizarnos 4.000 rupias (30 céntimos de euro). Nos dejamos engañar. Los dos templos son sencillitos y llamativos. Valen la pena. Hay una vegetación espesa y árboles gigantescos en los alrededores.

Poco después visitamos los templos de Arjuna, donde somos los extraños. Nos miran con curiosidad. Lo comentamos. A Jesús se le ocurre que nos podemos comparar con el caballo del retratista, aquel de cartón que acompañaba al fotógrafo ambulante y con el que todo el mundo quería inmortalizarse. Es verdad, somos los bichos raros de la reunión, No hay mucha gente en el recinto, pero las colegialas, las mamás con bebés, dos jubilados, una familia al completo y hasta unos moteros con caras de duros que andan por allí quieren tener un recuerdo gráfico con estos tipos de aspecto distinto y rostro pálido que vienen del otro lado del mundo,

El conductor, el mismo que vino ayer con nosotros, cristiano y desdentado, no es demasiado hablador pero nos comenta cosas acerca de la dureza de la vida en el campo. Vemos a muchos agricultores recolectando, sementando, abonando o replantando. Nos habla de lo corrosivo que es el compost, ese abono a base de excrementos de pollo que vemos cómo están extendiendo por las plantaciones. También nos habla de las enfermedades parasitarias que contraen los paisanos por tener que estar tanto tiempo en el agua con los pies enfangados.

Reemprendemos la marcha. Paramos sin mucho entusiasmo por nuestra parte en el cráter de Sekidang. Al irnos acercando se va haciendo más intenso el olor a azufre en el ambiente. Mucha gente va con máscaras para protegerse de los olores y de los vapores. Hacemos los quinientos metros que nos separan del cráter sorteando manchas amarillas de azufre y pequeños charcos en los que la superficie del agua, de un toco grisáceo, está plagada de burbujas que van estallando y dejando en el aire señales de humo, avisos del fragor de la batalla que se libra por ahí abajo. Pequeñas fumarolas surgen por diferentes recovecos de la superficie. Nos llama la atención el marketing desplegado por los lugareños para exprimir al máximo el fenómeno natural que les sirve de marco. Un fotógrafo ha montado allí su estudio portátil. Emplaza una Suzuki de trial en unos soportes metálicos a muy pocos metros del cráter y anima a la gente a que la cabalguen para dejar pública constancia de su osadía, con la boca del volcán humeante al fondo.

Al margen de estas ligerezas no hay que olvidar que el Merapi estalló por los aires hace menos de un año y salpicó de desastre todo lo que encontró a su paso en un entorno amplio. También hay que tener presente que estamos en el temido y frecuentemente mortal Anillo de Fuego del Pacífico, un lugar especialmente sensible a los coletazos de la tierra que con frecuencia se ve zarandeado sin motivo desde las entrañas y que fue sacudido violentamente por un seismo importante hace solamente cuatro días.

Nos alejamos de Sekidang para acercarnos a Borobudur, que está situado a 40 kilómetros de Yogyakarta y cerca de otro volcán, Merapi, cuyas cenizas cubrieron completamente el templo y lo mantuvieron oculto durante siglos, camuflado en el paisaje como una montaña más. Dos ríos confluyen a sus pies; el Elo y el Progo. La vegetación en su entorno es muy densa.
Aparcamos cerca de la entrada al recinto arqueológico y el conductor nos dice que en el interior hay agua y café. Pensamos que el inglés del conductor o nuestro oído no estaban muy finos. Las entradas nos parecieron caras (15 dólares c/u), pero consideramos que estaba bien que se cobrasen si aquel dinero se invertía en la conservación del lugar, considerado Patrimonio de la Humanidad.

Nada más pasar al edificio de recepción entendimos al conductor. Quizás para compesar el mal sabor de boca del precio, ofrecen al visitante café o té, algo de comer y botellitas de agua. Una novedad porque nunca nos habían invitado a desayunar al entrar a ver un monumento.  De inmediato se nos acercaron dos señoras que nos colocan una especie de minifalda. “¿Qué es esto?” “Es para el respeto”. Nos sentimos ridículos con aquella prenda pero no era cosa de faltar al “respeto” en un lugar que se consideraba sagrado.

En el recinto delimitado como parque arqueológico, se respira una sensación de paz y tranquilidad. Son espacios amplios, abiertos, rodeados de mucho verde y árboles con flores que aportan belleza y transmiten serenidad. El acompasado caminar de algún elefante que transporta turistas hacia la gran montaña da una sensación de tranquilidad, de lentitud de movimientos; de reposo (¿paz?).


Decidimos recorrer el monumento en el sentido de las agujas del reloj, para encontrar las mejores condiciones de luz y tener una perspectiva global del complejo. Alcanzamos un claro entre los árboles desde el cual, de repente, pudimos contemplar el gigantesco templo-montaña. Sencillamente majestuoso. Es difícil no impresionarse ante la presencia imponente de aquella montaña de espiritualidad que veníamos persiguiendo. Habíamos visto llamativas fotografías del lugar, pero nada es capaz de reflejar la explosión de sensaciones que se acumula en ese primer instante de contacto visual con Borubudur.



El templo aparece ante nosotros como un único edificio gigantesco que, desde abajo, se podría asemejar a una inmensa pirámide con un remate cónico. Fue construido por la dinastía Sailendra entre 750 y 842 d.C. Los datos nos dicen que se sustenta en una base cuadrada de 4 metros de altura y 123 metros de lado. Sobre ella cinco plataformas cuadradas, decrecientes en altura y tamaño. Están decoradas con paneles de piedra esculpidos que aluden a la vida de Buda y a otros relatos morales en los que intervienen los dioses.  Hacia el exterior hay dispuestos 432 nichos con estatuas de Buda aunque, por desgracia, más de la mitad están mutiladas o perdidas. Sobre la última plataforma cuadrada se elevan otras tres circulares, cada una con un diámetro menor que la anterior, que sirven de soporte a 72 estupas campaniformes, huecas (con un diseño geométrico muy original a base de ventanitas romboidales en las terrazas inferiores y cuadradas en las superiores, a través de las cueles puede verse la figura de Buda, sentado y con la mirada hacia las montañas). Sobre la última plataforma circular, se erige una gran estupa central de casi 10 metros de diámetro, que remata y sirve de cúspide al gran templo montaña.


La arquitectura del edificio está cargada de simbolismo y sugiere un gran mandala tridimensional. Los peregrinos debían recorrer cada una de las terrazas, lo que permitía relajar la mente, enfocar el pensamiento en los aspectos más relevantes de su religión y prepararles para su deambular por las tres terrazas circulares superiores, de estupa en estupa, ya centrados en sus reflexiones. Es difícil precisar a qué se deben las confusas sensaciones que uno percibe en esta parte más elevada del templo. Quizás se deban a tomar consciencia de la enorme cantidad de fieles que a lo largo de los siglos han sentido o creído sentir la proximidad de la divinidad o de un estado espiritual superior. O quizás se produzcan a causa del momento, mágico del ocaso en Borobudur.

El sol empieza a ponerse entre las montañas próximas que rodean Borobudur por occidente. El horizonte se presenta abundante en azules con las tonalidades rojizas propias. Al fondo, nubes enredadas entre los bosques le dan un aire de escenografía teatral al momento. Antes de desaparecer, el sol quiere poner la guinda definitiva al espectáculo diario en este mágico templo de Borobudur.

La realidad vuelve al terminar la representación. Decenas de tramoyistas ascienden escaleras arriba con multitud de enchufes y alargaderas mientras nosotros iniciamos el descenso. Otra obra publicitaria comienza ahora. Enormes globos blancos ascienden por las paredes del templo sagrado creando un punto de inquietud en el escenario. La vida continúa.

Decidimos cenar en un restaurante fino, cerca del hotel, el Jotja Kopitiam (Sosrowijayan 12-14). Veníamos obsesionados con dos cervezas frescas, que nos duran menos que un caramelo a la puerta de un colegio. Después, yo pido un plato de pescado (Ikan Nila merah) acompañado de arroz y Jesús un Traditional Java noodle. Nos atiende una chica muy joven que se llama Fifi, simpática. A mitad de la cena comienza su actuación un grupo de jóvenes que interpretan sin demasiada fortuna canciones de los Beatles y otros temas populares. La cuenta asciende a 89.000 rupias (unos 7,5 euros).


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