Un respiro por la ciudad vieja de Yogyakarta

Lunes, 17 de octubre 2011


Desayuno en el hotel, una especie de paella con un huevo frito, zumo de naranja y té. No está mal. Pasamos por el supermercado del barrio a comprar unas mascarillas para la contaminación. El hacer donde fueres lo que vieres supone en este caso 5.000 rupias. A continuación vamos a la oficina gubernamental de turismo en la calle Malioboro, donde nos atiende nuestra ya amiga Ena con su probada eficiencia. Nos da una amplia información de los sitios para ayudarnos a planificar el día. También nos dirige a la oficnina bancaria en la que podemos cambiar con más garantías, es en Mulia, al comienzo de la calle Malioboro. Nos despedimos y nos recuerda que si necesitamos algo, ella está allí hasta las 8 de la tarde. La oficina de cambio a la que nos envía es limpia, con aire acondicionado y caramelitos para los clientes. El personal está bien organizado y, como la inmensa mayoría de los indonesios, muy amable. La Money Changer está en el número 60 de la calle Malioboro, en las instalaciones del Garuda Hotel. Nos dan 12.126 rupias por euro, que realmente está muy bien (en el aeopuerto nos habían cambiado a 11.486 rupias/euro).

Hablamos de hacer una visita a algunos puntos concretos de la ciudad, pero no vamos a ir en taxi (a pesar de que es rápido, cómodo y barato). Queremos estar más en el ajo, ir con ellos, haremos los trayectos en autobús o en becak. Solucionado el tema de la moneda, nos dirigimos a una de las curiosas paradas de autobús, que es una especie de mini-estación en altura, a la que hay que acceder por una rampa y cruzando un torno. Allí nos enteramos de que para ir a la ciudad vieja (Kota Gede), que está al sureste de la ciudad, limitando con el distrito de Bantul, tenemos que tomar el 2B. Lo hacemos. El pequeño autobús no va muy lleno a esa hora. Una vez llegamos a la zona, desde la misma parada del autobús tomamos un becak (el único que hay allí). La tracción corre a cargo de un chaval jovencito con el que negociamos un precio de 15.000 rupias. Al muchacho le cuesta desplazar el vehículo cargado con nosotros cuando hay algo de pendiente. Atravesamos varias calles y un mercado. Es una zona menos noble de la ciudad, más depauperada, pero está limpia y tiene todo el aspecto de no estar maleada. El barrio es interesante y aparece ante nuestros ojos como muy auténtico, a lo que contribuye que no haya absolutamente ningún turista por allí. Cuando llegamos al cementerio real, le decimos al chico que nos espere porque no vamos a tardar mucho.

Atravesamos un tramo de calle, en el que podemos percibir directamente el ambiente de las casas, con las puertas abiertas y, a estas horas, solamente con gente mayor y niños. Tras cruzar la puerta de acceso al recinto sagrado, aparece ante nuestros ojos una plaza pequeña y una gran mezquita (la Gran Mezquita de Kotagede), que está siendo visitada por unos escolares. Se sorprenden al vernos, se acercan a nosotros, nos preguntan de dónde somos y nos piden que posemos con ellos para tener un recuerdo. Le hago una foto a un hombre con un traje regional que me llama la atención y le pregunto si el sitio en el que se encuentra es un lugar para el descanso. No habla nada más que indonesio y nos dirige con el gesto y la mirada hacia otro chico para resolver nuestras dudas. Jesús se dirige a él y, con la pregunta, va a dar un giro la tarde y nuestros planteamientos (¡cuántas veces una pregunta cambia una vida!). Resulta que el joven es un médico musulmán que reside en una localidad cercana y que, una vez hechas las presentaciones y roto el hielo, se presta, cuando concluya sus oraciones en la mezquita, a hacernos de cicerone y acompañarnos para realizar una visita al cementerio real (entre otras alberga la tumba de Pamembaham Senopati, fundador de Mataram). Dicho y hecho. Nos entretenemos observando cómo lleva a cabo las abluciones previas, para purificarse antes de entrar en la mezquita a rezar. Cuando termina los rezos nos dice que le acompañemos.


Como corderitos nos dejamos llevar entre aquel laberinto de costumbres totalmente ajenas para nosotros. Al llegar a la entrada del cementerio el asunto se pone serio porque vemos que la gente se mete en una estancia y se va quitando la ropa que lleva, para enfundarse una camisa, una especie de falda (sarong) y un gorrito (blankong). Van saliendo de la recepción todos iguales, casi no distingues quién es quién. En principio, lo de la uniformidad pensamos que no está mal, es una forma de dejar claro que en ese lugar y en esas circunstancias las diferencias (por lo menos las aparentes) se dejan en la puerta.  Es uno de los inconvenientes que vemos, pero el realmente grave para mí es que no se pueden hacer fotografías. Y yo es precisamente a lo que vengo, no a rezar. Un “responsable” nos da la ropa de rigor y nos enseña y nos ayuda a ponérnosla. Un sarong en tonos ocres hasta los tobillos, un cinturón ritual, una camisola azul descolorido y un blankong para cubrirnos el pelo Yo me resisto a lo de las fotos y entro a por la cámara. Aunque no pueda fotografiar tumbas, no me quiero perder todo lo que pueda deparar el preámbulo, lo que pueda dar de sí el ambiente previo a la entrada. Vuelvo a la habitación-vestidor y salgo con la cámara. Nadie me dice nada y hago unas tomas de los que estamos esperando para entrar. Algo es algo. 

Antes de cruzar la puerta nos descalzamos y guardo de manera evidente la cámara en la funda para que quede constancia de que no está en mi ánimo molestar a nadie. Pasamos a través de un cementerio musulmán con lápidas en las que se pueden apreciar inscripciones con caracteres latinos, pero también otras en antiguo indonesio. Después entramos en el pabellón cubierto y oscuro, todo lleno de tumbas, en el que se encuentra el rey y toda una serie de personajes de alto rango. Avanzamos sorteando las tumbas hasta llegar a la principal, donde la comitiva se detiene. Vemos que se van sentando en el suelo y hacemos lo mismo. Hay que señalar que en la comitiva solamente hay una mujer, ataviada con un traje blanco, muy ceremonioso, de andar sigiloso y pausado, que evoluciona en un segundo plano por la estancia. A continuación comienzan los rezos.  de los que dirigen, con una estola blanca alrededor del cuello, pronuncia una frase rirual y los demás le contestan. Tiene un gran parecido aparente con el rezo colectivo del rosario cristiano, pero no es tan repetitivo. El acto en el que estamos inmersos no es demasiado solemne, no hay mucha parafernalia ni un gran ceremonial, pero lo percibimos como algo serio. Ni gente distraída o apática, ni bostezos de aburrimiento, como muchas veces se perciben entre los jóvenes en una misa o en un funeral católico. Jesús y yo nos miramos interrogándonos. Aguantamos un poco más para ver cómo trancurre, pero no nos parece que debamos quedarnos demasiado tiempo. Dejamos pasar un rato prudencial de cortesía y de forma muy discreta nos levantamos y abandonamos el recinto. Una experiencia interesante, un momento solemne. Realmente, las manifestaciones religiosas tienen muchos aspectos coincidentes, al margen de los credos en cuestión y del lugar geográfico en el que se practiquen. A la salida nos cobran 100.000 rupias (8 euros) por el alquiler de la indumentaria. Iniciamos el camino de retorno contentos con la experiencia vivida, que nos ha permitido conocer de cerca un poquito más de esta cultura.

Volvemos y nos encontramos, esperándonos pacientemente, a nuestro conductor del becak, al que habíamos abandonado hace un par de horas y del que casi nos habíamos olvidado. Pedimos disculpas, pero parece no preocuparle el asunto en absoluto. Pedalea de nuevo hacia la parada del autobús, en la que nos deja. Los sudores del chaval y la espera inesperada bien merecen que le demos el doble de lo pactado inicialmente. (30.000 rupias). Preguntamos cuál es la línea que tenemos que coger para acercarnos al palacio del sultán y nos dicen que tenemos que acercarnos a otra parada. En el camino nos paramos en un “restaurante” a tomar algo. El restaurante consiste en un carrito callejero, al mando del cual está la señora cocinera, al que hay que añadir una habitacioncita de 2x3 metros, con tableros pegados a tres de las cuatro paredes. A estos sitios les llaman warung. Nos toca comer castigados mirando a la pared pero, por suerte, la nuestra tiene una serie de barrotes, a través de los culaes se puede ver el exterior. Otros dos hombres (1+1) nos acompañan en la estancia.
El plato de fideos con arroz está exquito. Lleva unas bolas de carne con un sabor parecido a la salchicha y verduras. La acompañamos de unas flores hechas de pan de arroz que se cogen directamente de un recipiente de hojalata y la rematamos con un té muy caliente, buenísimo. Nos cobra 10.000 rupias a cada uno (85 céntimos de euro). Sabrosa, auténtica y barata la comida. 


Saliendo del restaurante, cruzamos por delante de un edificio que a Jesús le llama la atención: Balai Arkeologi Yogyakarta pone el cartel. Entramos a husmear. Preguntamos al portero y no sabe qué hacer con nosotros ni qué contestar. Nos lleva al interior del edificio y llama a una chica para quitarse el muerto de encima. Esta nos deja en el hall y escapa a buscar a otro que le resuelva la papeleta que, a su vez, nos deja en una salita de espera. Al cabo de un rato aparece el director del centro. Jesús se presenta a su vez. Una asistente nos trae un refresco de té. El director recurre a otra chica porque su inglés no da para mucho más que para presentarse. La nueva adquisición se llama Agni (que es el nombre del dios del fuego). 


Jesús comienza relatando sus experiencias arqueológicas en Egipto y yo le digo que es profesor de Economía en la Autónoma de Madrid y que ha venido a presentar una ponencia en la International Conference on Mathematics and Sciences, en Surabaya. La chica se queda pensativa y repite pausadamente lo que le hemos dicho para que lo ratifiquemos, porque presupone que lo ha entendido mal: arqueólogo activo en Egipto, que da clases de economía en la universidad de Madrid y presenta una ponencia de matemáticas en Indonesia. Confirmado. A partir de ahí muda la expresión, no hace más que dejarle hablar mientras le observa atónita. Parece no creerse lo que tiene delante y busca con el ceño fruncido y miradas contínuas de arriba abajo, alguna clave que no conoce. Nos pasa después a una pequeña sala de exposiciones, se disculpa y se deshace encantada en explicaciones minuciosas cada vez que Jesús abre la boca. La curiosa reunión termina con unas fotografías colectivas y un intercambio de correos electrónicos. (El Balai Arkeologi Yogyakarta está en Jl. Gedongkuning, 174, el teléfono es 0274-377913 y el correo admin@arkeologijawa.com).
  
Retomamos el camino hacia la parada del autobús. Cuando llegamos nos damos cuenta de que estamos al lado del zoo y decidimos entrar a hacer una visita rápida (12.000 rupias = 1 €). Es un recinto pequeño. Fundamentalmente lo que buscamos es verle la cara de cerca a un dragón de Komodo. Las instalaciones son precarias y dedicadas, prácticamente en exclusiva, a animales regionales. La persecución del dragón nos permite ver una amplia representación de reptiles y algunas especies propias, como los tapires o los orangutanes.

Tomamos nuevamente el autobús que nos lleva al palacio del sultán. El importe del billete es de 3.000 rupias cada uno (25 céntimos de euro). Va lleno de estudiantes que regresan del colegio y trabajadoras somnolientas que vuelven a sus casas después de la jornada. Cuando llegamos a la gran explanada del palacio del sultán ya se está poniendo el sol y la plaza se va llenando de gente, pero no se puede entrar porque están con los preparativos de la boda. Volvemos en becak por 15.000  rupias al hotel (1,2 euros).

La cena, en el mismo sitio que ayer, el Yogya Kopitiam, cerca de donde vivimos. Como no puede ser de otra manera, procuramos tomar comida de aquí. En primer lugar por conocerla, por disfrutar de otras especialidades, de otras gastronomías. No tiene mucho sentido ir a los sitios a continuar haciendo las mismas prácticas que haces en tu lugar de residencia. En segundo lugar porque, además, nos gusta. Es una comida con sabores muy específicos, normalmente especiada, pero la misma concepción de los platos es diferente. Nunca tomas un pescado entero o una pieza de carne. Otra de las características es que no hay una hora muy definida para comer, por lo que se elaboran ingredientes variados de manera independiente y que conserven bien sus características con el paso de las horas. Llegado el momento, hacen combinaciones de varios (noodles, arroz, diferentes verduras, carne en pequeñas dosis, etc.), mezcladas en un solo plato, que puede terminar siendo seco o caldoso. En este caso yo tomo un traditional Java noodle (muy bueno) y Jesús un Tom yum seafood, (se queja de que está demasiado fuerte). Esto, con 3 cervezas y una coca cola, pone las dos cenas en 90.000 rupias (7,5 euros, más o menos). 


Después nos vamos al hotel (entramos en el súper a comprar una botella de litro de zumo de mango, 17.000 rupias = 1,5 euros). Mientras yo ordeno un poco las fotos y el resumen del día, Jesús va a contratar un taxi que nos lleve mañana al aeropuerto. Nos lo ofrecían en el hotel por 70.000 rupias pero cuando vuelve me dice que lo ha conseguido por 40.000 (3,25 €). Setia Kawan. Tel. 412000.

Decimos que nos despierten a las 5:45. A la cama.





No hay comentarios:

Publicar un comentario